
Foto en flickr de Pasi H. Algunos derechos reservados.
Esta segunda parte en la que hemos dividido la lectura comienza con la llegada de Abu Zubeir a sus vidas. Hay ya un adelanto en la página 69: Muertos por culpa de esos a quienes habíamos conocido en el Garaje y a los que Abu Zubeir llamaba el “emir y sus compañeros”. Ah, la historia de esos ya os la contaré luego. Eran cuatro, venían de los poblados de chabolas vecinos para llevarnos por el buen camino. Se sabían el Corán de memoria y las palabras del Profeta como si hubieran vivido en su entorno. Nos acomplejaban. Exacto, los acomplejan, y los culpabilizan, porque ellos no son nada religiosos. Primer paso del camino hacia el Paraíso. Al principio del capítulo 10 podemos encontrar una explicación de por qué se dejan convencer ellos que no son nada religiosos y que algunos de vosotros habéis resaltado: Abu Zubeir nos mintió cuando nos prometió un acceso directo al paraíso. Decía que la gehena que nos correspondía ya la habíamos cumplido en Sidi Moumen y que, en consecuencia, no podía sucedernos nada peor. Más aún, la fe que él nos iba insuflando día a día forjaba el escudo que nos iba a permitir cruzar por los siete cielos para alcanzar la luz […] Abu Zubeir nos glorificaba así en pro de la perennidad del combate contra los infieles. Al mirar nuestros retratos, otros chiquillos soñarán con la justicia y el sacrificio. Alcanzar la luz, la gloria, la justicia de acabar con los infieles… Para ellos esa meta tan alta bien compensa el sacrificio de sus vidas que nada valen, que ni ellos valoran. Es fácil convencerlos. Vidas transcurridas en la más absoluta de las miserias y conviviendo a diario con la muerte de otros que a veces ellos mismos provocan y a la que, por tanto, ya le han perdido el miedo. Si a eso le añadimos las cintas de vídeo de los mártires palestinos o chechenos que les hacen ver continuamente para que se contagien del “heroísmo” de esas personas, el camino ya está casi hecho. Ser un elegido, ¿qué mayor gloria puede haber para ellos? Pero Yashin, que nos habla desde el purgatorio, o directamente desde el infierno, ya no se engaña y sabe que el camino recto prometido por Abu Zubeir nos condujo en derechura a la muerte, la nuestra y la del prójimo, a quien se supone que amamos. En derechura hacia una pared ciega a la que rodea la nada, donde no hay sino arrepentimiento, remordimientos, soledad y desconsuelo.
En el Garaje se sienten a gusto. Abu Zubeir posee una luz especial, parece leerles el pensamiento, sus palabras les dan paz mientras va introduciéndoles en la oración. El primero que se va a relacionar con él es Hamid, curiosamente el peor de ellos, el más violento, el menos religioso, el que fuma hachís continuamente. Se siente fascinado por el emir y deja de interesarle todo lo que no sea estar con él: había comenzado a rezar cinco veces al día. La metamorfosis era total. Abu Zubeir le consigue un trabajo en una zapatería de la ciudad (algo que irá haciendo con todos los demás. Dignificarles, y atraerles más a él, a través de un trabajo). Yashin le echa de menos, ni le reconoce. Su captación ha sido total y les abruma con sus diatribas acerca del complot americano-sionista cuyo fin era intoxicarnos, depravarnos y sembrar arteramente el vicio en todos nosotros. Hamid va a ir convenciendo a los demás poco a poco. Sobre todo a su hermano que lo sigue adorando. Yashin y Nabil viven juntos en la chabola como si fuesen un matrimonio, trabajan como mecánicos, su vida ha mejorado notablemente. Más tarde se les unirán Azzi y Fuad. Ghizlene les visita de vez en cuando y les hace ricos cuscús. Ya no juegan tanto al fútbol pero siguen reuniéndose todos en la chabola: era una época bendita en la que todo parecía irse construyendo como por arte de magia. Poco a poco a todos les va yendo mejor gracias a la ayuda económica del emir. Así que un día, Hamid les convence de que vayan a las clases que Abu Zubeir da en el Garaje: así empezamos a resbalar por una sombría pendiente hacia un mundo que no era el nuestro. Un mundo nuevo en el que nos íbamos a hundir poco a poco y que acabaría por tragársenos para siempre.
Abu Zubeir opera con cuatro más: Zaid, Nuseir, Ahmed y Reda. El de más edad, y sin duda el más erudito, Zaid, sólo tiene veinticinco años: le podíamos preguntar lo que fuera; nos contestaba, o, si no estaba seguro, nos traía la información exacta a la mañana siguiente. Tenía una voz grave y dulce, una mirada afable, y le ponía siempre la mano en el hombro a quien fuera con él, en señal de fraternidad. Son como padres para ellos, tienen muchos conocimientos y además les tratan con cariño. Poco a poco les van introduciendo en la oración, obligatoria para conseguir cualquier otra cosa que les atraiga mucho más, sobre todo las artes marciales que es lo que utiliza Zaid para atraparlos: habíamos dejado de beber alcohol porque ya no nos atrevíamos. Quizá un porro de vez en cuando, pero a escondidas. Ahora en la chabola lo que hacen es rezar en grupo, oír casetes del Corán y recibir a sus nuevos amigos: el emir y sus compañeros eran personas sencillas. Nos hacían el honor de venir a casa y nos colmaban de luz y de paz […] aquello era como una victoria sobre la mediocridad de nuestras vidas menores. Bebíamos sus palabras porque las entendíamos. Había conseguido (Abu Zubeir) devolvernos nuestro orgullo con palabras sencillas […] ya no éramos unos parásitos, unos deshechos de la humanidad, unos mindundis. Éramos limpios y dignos y nuestras aspiraciones hallaban eco en mentes sanas. Teníamos quien nos escuchase y nos guiase. La lógica había ocupado el lugar de los golpes. Le habíamos abierto la puerta a Dios y Él había entrado en nosotros. Se habían acabado las idas y venidas frenéticas de acá para allá, perdiendo el tiempo, los insultos y las peleas idiotas […] Sabíamos que los derechos no se regalan, sino que se arrebatan. Y estábamos dispuestos a todos los sacrificios. En palabras de Mahi Binebine: estremece ver cómo se aferran a una disciplina, la primera con la que se han encontrado en su vida.
Ghizlane es la única que se da cuenta de lo que está pasando. Le dice a Yashin que ha cambiado y que ha abandonado a sus padres: me limitaba a decirle que Dios era grande y que Él acabaría por arreglarlo todo. Ella decía que Dios no pintaba nada en esto y que los padres, incluso los malos padres, eran sagrados. Mi-Lala afirmaba que el paraíso estaba bajo los pies de las madres y que para llegar a él había que arrodillarse y besar las plantas de esos pies todas las mañanas. Ghizlane decía que la barba me endurecía la expresión y que me sentaba fatal. Pero ellos siguen su camino, todos intentábamos imitar al emir, dejan sus trabajos porque las veladas en el Garaje les ocupan casi todo el día, se aprenden el Corán de memoria y llegan a la conclusión de que no había más salvación que la yihad. Dios nos la pedía. Estaba escrito, y muy claro, en el libro de los libros. Abu Zubeir les va introduciendo cada vez más en su círculo más íntimo, la televisión estaba puesta en una cadena que transmitía en bucle matanzas de musulmanes. Y puedo aseguraros que nos hervía la ira por dentro […] Abu Zubeir decía que había que reaccionar. El Profeta no habría tolerado tales humillaciones […] yo notaba que me subía una quemazón desde el vientre que me incendiaba los ojos. Me retorcía las tripas un deseo de venganza. Estábamos de acuerdo en lo de lavar con sangre nuestro honor perdido. Y poco a poco los van convenciendo de que sus armas son ellos mismos: ¡Nadie puede contra un hombre que quiere morir! Devolverle sus vidas a Dios porque Él se lo pide. Para ellos, después de un camino largo de “comedura de coco” inteligente, está muy claro.
¿Creéis que está logrado este camino de captación? ¿Es creíble? Contestad intentando poneos en su piel aunque sea difícil. Que la balanza no oscile ni a un lado, el del entendimiento y justificación total, ni al otro, el de no entender que no pudieran haber reaccionado de otra manera. Intentemos encontrar las razones justas y equilibradas para su proceder, si es que las hay. Y también comentad si el autor logra hacernos creíble el camino que lleva a estos chicos al horror de convertirse en terroristas suicidas.
Los llevan de vacaciones a las montañas, a Dayet Aoua. ¡Qué maravilla poder salir de Sidi Moumen! ¡Y de la ciudad! Una semana para recompensarlos de su dedicación a Dios y a las clases. Ven el mar por primera vez desde el minibús: era un espectáculo único. Ese aire nuevo me había trastornado. Olía de una forma rara. Me dieron escalofríos al mirar el infinito, azul plateado, y el sol blanco que flotaba por encima. Esas vacaciones serán inolvidables, quizás lo más maravilloso que les haya pasado jamás. Les enseñan a manejar la faca, combaten, hacen deporte, corren por los caminos, se bañan en el lago, rezan, escuchan las peroratas del emir sobre glorias pasadas y la lucha que les espera.
Y por fin llega el terrible día. Hamid se lo dice a su hermano: no tenemos elección. Asentí, porque alguien tenía que sacrificarse. Era la primera vez que le leía el espanto en la cara a mi hermano. Ninguno se niega a morir, sin embargo, eso de morir no era ninguna tontería. Cada uno tiene sus razones. Y al fondo de todas ellas están las de convertirse en un mártir y entrar en el paraíso. Desde la nube en que me hallaba, aquello me parecía algo así como un juego; el de la vida y la muere trenzadas sin sospecharlo. Pero en Sidi Moumen la pelona formaba parte de nuestra vida cotidiana. No asustaba tanto. La gente llegaba, se iba, vivía o moría sin que en la ecuación de nuestra miseria cambiase nada […] La muerte, omnipresente. La habíamos adoptado. Vivía en nosotros y nosotros vivíamos en ella […] La muerte era nuestra aliada. Nos servía y la servíamos […] Estaba a solas con ella y no tenía miedo. Había desplegado las alas negras alrededor de mi cuerpo febril y yo me había sometido. Solo pensaba en la dicha de obedecer. Era esclavo suyo, y feliz por pertenecerle. La muerte pensaba por mí […] Estaba dispuesto a darle los caprichos que quisiera con tal de que me permitiese abrazarla. Aferrarme a ella y salir volando los dos. Cruzar los siete cielos y renacer en otra parte, lejos […] No, no quería volver a ver esas máquinas monstruosas volcar encima de la infancia sus desechos y sus vómitos […] No, nadie puede nada contra un hombre que quiere morir. Y yo lo quería ardientemente. Transcribo las palabras de Yashin porque lo dicen mejor que nadie podría decirlo. Logra poner poesía en la tragedia tan terrible a la que se dirigen. No es casual que el alto voltaje poético se crezca en estos momentos finales, los más duros. Imposible no transcribir tampoco su despedida de Ghizlane: Te quiero infinitamente, pero me voy, amor mío, porque no tengo elección. ¿Hasta cuándo se puede soportar la humillación de haber nacido en Sidi Moumen? No hay vuelta de hoja, voy a morir. Te vengaré de quienes saquearon tu infancia y enviscaron tus sueños en el barro. Les haré pagar a tocateja los años de esclavitud que nos impusieron. Padecerán igual que padecimos nosotros. A todos esos colaboracionistas que se portan como avestruces les alzaré la cabeza y los degollaré como a corderos.
Sí, fue una escabechina, un infierno. Fue el fin del mundo.
Para terminar os dejo con unas palabras del escritor Isaac Rosa que quiero utilizar como disparadero de vuestras reflexiones: Quizás la línea que Binebine traza entre el origen miserable y el terrorismo sea demasiado recta, sin meandros que darían más complejidad al asunto. O quizás es que la realidad es así de simple, y hay cada vez más desgraciados para quienes “no hay más salvación que la yihad”. Ahí queda la discusión que esta interesante novela propone.
Plazos
Es hora de vuestros comentarios, que espero que sean muy numerosos, sobre esta segunda parte y sobre la novela en general. Disponéis de una semana para ello. Podéis seguir comentando al hilo de las opiniones, argumentaciones, dudas que habéis ido dejando en la primera parte. Hay mucho de lo que hablar ahora que ya hemos terminado esta estremecedora novela, narrada magistralmente, que no creo que deje indiferente a nadie.
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