
Palacio de invierno. San Petersburgo. Foto en flickr por Little Sadie. Algunos derechos reservados.
Para empezar situémonos en el tiempo y en el espacio. La primera parte de El vino de la soledad se desarrolla en Ucrania donde Elena vive desde los ocho a los doce años, entre 1910 y 1914, año del comienzo de la I Guerra Mundial. La segunda parte arranca con el traslado de la familia a San Petersburgo donde vivirán hasta el inicio de la Revolución Rusa de 1917 cuando Elena ya tiene quince años.
Boris y Bella Karol viven en una aletargada ciudad de provincias perdida en lo profundo de Rusia con los padres de Bella, los Safronov, y Elena, su única hija. La profesión de Boris, gerente de una fábrica de tejidos, les permite llevar una vida acomodada. Boris ha salvado de la miseria a los Safronov, una familia aristócrata que ha dilapidado su fortuna. El matrimonio de Bella ha sido claramente de conveniencia. Ésta no quiere a su marido y únicamente le ha dado una hija para contentarle. Boris, sin embargo, ama a su mujer pero se pasa casi todo el tiempo fuera y, cuando está en casa, las peleas se suceden. Boris además es débil, cede para evitar los problemas. Elena crece con el único amor de su institutriz, mademoiselle Rose. Odia a su madre, adora a su padre que tampoco parece quererla mucho (estoy de acuerdo con vosotros en lo del complejo de Edipo que sufre), siente algo de aprecio por su abuelo y no soporta mucho a su quejosa y triste abuela. Elena es víctima y, a la vez, observadora de la triste vida familiar que lleva.
A través de una cena familiar la autora nos presenta a la familia y a sus circunstancias. La narración está frecuentemente salpicada de hermosísimas descripciones de la naturaleza o el tiempo como la primera con la que arranca la novela. Bella se aburre mortalmente y se resiste a tener un amante, solución tomada por todas las mujeres casadas de la época, ella lo que quiere es ¡estar sola, ser libre! Pasear por las calles de París mientras hombres desconocidos la siguen y la abordan: eso al menos era apasionante, peligroso, excitante… Estrechar en sus brazos a un hombre del que no sabía ni el nombre ni la procedencia, que nunca volvería a verla: era lo único que le provocaba aquel intenso estremecimiento al que aspiraba. La autora pisa fuerte, no elude la verdad por muy dura que sea. Incluyo este párrafo sobre Bella para ver si podemos entenderla. Es el personaje que más rechazo nos puede provocar, con razón. A los ojos de la niña es toda defectos pero, de tanto en vez (no sé si lo habéis apreciado), hay una cierta justificación de su proceder como cuando se nos habla de sus anhelos y de sus orígenes familiares, ¿no os parece?: nunca he sido feliz. Que me dejen divertirme ahora, no hago daño a nadie. Y sobre todo: pensar que su temida y odiada madre había sido una niña como todas las demás e incluso que también tenía derecho a reprocharles algo a sus padres, introducía demasiados matices en el sumario y radical retrato que Elena había ido esbozando laboriosamente en su fuero interno. Elena no quiere saber, no quiere, quizá, entender. Pero, a la vez, hay una explicación sutil de dónde puede proceder todo.
Elena no es cariñosa con nadie, no le gustan las demostraciones de afecto y cuando recibe alguna, pocas, se siente mal (en sus raros momentos de maternal ternura, cuando estrechaba a Elena contra su pecho, sus uñas siempre arañaban la cara o el brazo desnudo de su hija). Desdeña el cariño y le gusta que la institutriz, comedida y sensata, sea parca en esas demostraciones (era ordenada, exacta, meticulosa, francesa hasta la médula, algo distante y burlona. Nada de palabras altisonantes. Pocos besos. “¿Qué si te quiero? Claro, cuando te portas bien”). A la niña le llega con saber que la quiere y que se lo diga de vez en cuando, pero con su padre todo es diferente: los únicos besos que Elena aceptaba y devolvía con gusto eran los paternos. Su sangre y su alma, su fuerza y su debilidad, sólo se sentían fraternas y cercanas con él, que inclinaba hacia la niña su pelo gris plateado con reflejos verdosos por la luz de la luna, su rostro todavía joven pero arrugado, fruncido por la atención, sus ojos, tan pronto profundos y tristes como iluminados por el brillo de un malicioso regocijo… Lo primero deciros que me rindo ante la prosa de Némirovsky, ¡es brillante! (os transcribiría decenas de párrafos), y lo segundo es una teoría que he elaborado mientras leía el libro sobre que quizás lo que salvó a Elena-Irène fue ese amor incondicional por su padre, ese Edipo, independientemente de que el padre no la correspondiera. Quizá toda su fuerza y valor vengan de ese amor que la salva de todo lo demás. ¿Qué opináis? Pero también viene de su soledad cuando se encierra en su habitación con sus juegos de guerra (de niño, curioso), sus libros y su entrega al mundo de los sueños donde se cura de todo lo malo bajo los cuidados siempre atentos de su mademoiselle que nunca la abandona.
Boris pierde el trabajo por culpa de su mujer. El director sabe que ella lleva una vida de lujo por encima de sus posibilidades y piensa que él puede acabar robando dinero para mantener ese tren de vida. Y por esa razón le despide. Mientras los oye discutir, Elena juega a la guerra con sus soldados y eso la hace fuerte (lo que más le interesaba era su fortaleza). Escapa a los gritos de sus padres a través de un sueño de sangre y gloria. La niña aprende pronto a defenderse de todo lo hostil que le rodea. Ese despido será el principio de la fortuna que amasará Boris que se marcha a Siberia, como gerente de unas minas de oro, y con el tiempo se hará inmensamente rico. En su ausencia, Bella se lanzará al desenfreno, siempre fuera de casa, siempre seduciendo a otros hombres. Elena crecerá solo con la compañía, indispensable, de Rose. E insisto: se hará fuerte: gracias a mademoiselle Rose, la niña, que se había acostado con el telón de fondo de un estrépito de gritos, discusiones y platos que estallaban en pedazos, podía oír con indiferencia aquella lejana tempestad como quien oye el viento en una casa caldeada con las ventanas cerradas, sabiendo que tenía un refugio al lado de aquella tranquila joven que cosía junto a la lámpara. Con la ausencia de su padre, Elena soporta peor la vida en familia y llora a menudo: durante mucho tiempo, la carne tuvo para Elena un regusto a sal y el pan estuvo empapado de amargura. Elena compara su vida con la de otras familias más felices y siente, a la vez, envidia y desprecio. Siempre se está defendiendo, luchando: su forma de ser no le permitía rendirse a una desesperación inútil.
Elena crece sola, asustada, triste, con terror a perder a la única persona que la quiere (No regresará. Un día se irá y no volverá) pero eso, a la vez, la hace fuerte, sobre todo el silencio y la soledad: a los diez años empezó a hallar un encanto melancólico en aquella soledad dominical. Le gustaba el extraordinario silencio de aquellas largas jornadas. Y el odio a su madre va creciendo: su corazón albergaba un extraño odio hacia su madre, odio que parecía crecer con ella, que como el amor tenía mil motivos y ninguno, y como el amor podía decir: “Porque era ella, porque era yo”. ¿Cómo entendéis esta última frase? Me parece un enigma. Aquí podemos introducir también lo que algunos habéis remarcado: la atípica relación madre-hija, el tema principal de esta novela, llena de matices, silencios, renuncias, tristeza.
A pesar de todo su sufrimiento, Elena es una niña, ya de diez años, y disfruta con el juego; sobre todo corriendo se sentía libre, contenta, fuerte. Está viva: sentía la dura y amarga alegría de estar viva con una especie de embriagadora plenitud. Observad la adjetivación de “alegría”, aparentemente contraria a su significado: “dura”, “amarga”. Como la vida de Elena: una niña que juega, se ríe, corre pero, a la vez, es muy desgraciada. Y mientras juega y corre descubre a chicas más mayores que se entregan al juego del amor y el sexo. Esto, en una edad que se acerca a la frontera entre la niña y la mujer, le produce, al mismo tiempo, curiosidad y rechazo (una oscura sensación de asco, vergüenza y atracción). ¿Qué sabe ella del amor? Su modelo son unos padres que discuten, una madre que no ama a su padre y tiene amantes, ella lo sabe bien (la escena de la camisa rasgada). El amor colocado en un lugar erróneo. Por eso no puede envidiar ni entender a esas chicas y, entonces, como oposición, se sumerge, se reboza, en la naturaleza: ¡Uf! ¡Qué horror! Volvió la cabeza y la hundió en la hierba, que se mecía suavemente, porque con el atardecer se había levantado viento. Olía al cercano río y los juncos, a la cañas que lo rodeaban. Roza la perfección cómo la autora describe esa contradicción que una niña tan desgraciada vive respecto a lo que significa hacerse mujer con el modelo de una frívola e infiel madre incapaz de amar.
En sus viajes todos los años a París, Elena es feliz. Aunque su madre se aloja en un gran hotel y manda a la niña con su institutriz a una mísera pensión, ella disfruta enormemente de la ciudad y estando en ella y viendo a otros niños, muy diferentes a ella, jugando felices en la calle, quiere ser como ellos, quiere ser otra. Ha pasado el tiempo, ya tiene doce años, es el invierno anterior a la I Guerra Mundial, está en Niza y llega su padre que se las va a llevar a vivir a San Petersburgo: de repente experimentó un sentimiento de amor por él que le colmó el corazón de una alegría casi dolorosa, intensa hasta la angustia. Pero a su padre, ya rico, sólo le interesa el dinero: la mecánica de la ganancia, los negocios, y su hija era una niña inocente que lo miraba con adoración. Y también el juego. La lleva con él al casino de Montecarlo, la deja fuera, se olvida de ella horas mientras Elena se dedica a observar, mientras espera, a toda la gente que la rodea imaginándose sus vidas: la incipiente escritora hace su aparición.
La segunda parte comienza en el otoño de 1914 cuando Elena y mademoiselle Rose llegan a San Petersburgo. Una nueva vida en una nueva ciudad. Elena se ha convertido en una niña reservada que ha aprendido a ejercer el disimulo: habría preferido morir a dejar traslucir sus sentimientos. No le gusta la ciudad, tiene un presentimiento de desgracia. ¡Es tan diferente a París! Y su amada París está en guerra, y Rose está muy triste pensando en qué será de su país y su familia y, además, nadie las viene a buscar a la estación: una oleada de dolor y hiel le inundaba el alma, ascendiendo de las profundidades de su ser, de un región de sí misma que ni ella conocía. Al llegar a la casa se encuentra con la sorpresa de que allí vive su primo Max Safronov, un joven de veinticuatro años, rico, que se ha convertido en el amante de su madre: Elena se marchó, preguntándose con angustia qué le traería aquel desconocido, si felicidad o desgracia, porque ya sabía que en adelante sería el verdadero dueño de su vida. Elena que, de alguna manera, siempre se ha sentido mayor a su edad siente que ha envejecido de golpe: qué vieja se puede ser a los doce años… – Súbitamente, se sintió ávida de soledad total, de silencio, de una amarga melancolía con la que alimentar su alma hasta saturarla de odio y tristeza. El odio, siempre el odio que la configurará hasta llegar a la venganza.
A partir de este momento se acelera la acción. Estamos ya en 1915. Europa está en guerra pero nadie de la familia, excepto Elena y Rose, piensa en ella, sólo les importa el dinero y la abundancia en la que viven. Su padre nunca está en casa, su madre o esta fuera o se encierra en el salón con Max, ella no tiene amigas… y sólo piensa en ser la mujer más hermosa del mundo: Dios mío, haz que todos los hombres se enamoren de mí cuando sea mayor (¿Cómo su madre?). Cuando su padre está en casa con amigos tan ricos como él sólo hablan de dinero y de cómo pueden conseguir más y más. De nuevo, otro salto en el tiempo, la revolución de 1917 se acerca pero nadie parece darse cuenta, no se la toman en serio ni cuando comienza a haber graves disturbios. Mademoiselle Rose ha envejecido, está como ausente, murmura frases ininteligibles, hace tres años que no sabe nada de su familia. Las dos se refugian en las iglesias donde Elena se siente tranquila, no tiene miedo a nada, se logra olvidar de esa ciudad fétida que odia. En casa se aburre, ya tiene catorce años pero la siguen vistiendo como a una niña. Tiene pensamientos de adulta: todas las casas están habitadas por mujeres adúlteras, niños infelices y hombres atareados que sólo piensan en el dinero.
Los acontecimientos se van a precipitar hacia el abismo cuando Elena, que siente que nadie le presta atención (ellos no la veían, pero para ella también eran irreales, seres lejanos medio envueltos en la bruma, vanas e inconsistentes sombras carentes de sangre y sustancia. Vivía lejos de ellos, aparte, en un mundo imaginario del que era dueña y señora), se alivia escribiendo en los márgenes de los libros todo lo que piensa de su familia. La escritura como acto de liberación, algo que ya no la abandonará a Elena-Irène. Pero, se equivoca, y Bella le arrebata el libro. Al leer lo escrito la insulta con inusitada dureza e infinita crueldad: la cara de su madre, crispada por la ira, se acercó a la suya. Vio brillar aquellos ojos que odiaba, dilatados por la cólera y el miedo. Hay que buscar una cabeza de turco y, claro, ¿quién va a ser la culpable sino mademoiselle Rose que ha sido quien la ha educado? Deciden despedirla. Elena sucumbe ante lo que más ha temido en toda su vida: perder a la única persona que la quiere. Y recurre al padre pero éste también la rechaza y Elena se dio cuenta de que su padre no deseaba saber nada, que quería seguir amando a aquella mujer y aquella caricatura de hogar, y conservar la única ilusión que le quedaba en la vida. Aunque Elena, ya mayor, sufre más por su institutriz porque sabe que no podrá vivir sin la niña a la que ha educado y amado, que no tiene a nadie más en el mundo, que morirá si la separan de ella.
En una última escena sobrecogedora, perdidas en la niebla de la ciudad hostil, mademoiselle se esfumará mientras habla sola delirando hacia el abismo, hacia la nada. Elena aterrorizada la buscará en vano y por un momento siente deseos de tirarse a los canales pero sabía que no era cierto. Cuanto veía en ese momento, cuanto experimentaba, su misma desdicha, su soledad, y aquellas aguas negras, aquellas llamitas de farol agitadas por el viento, todo, incluso su desesperación, la impulsaban hacia la vida […] No, no podrán conmigo. Soy valiente… Mademoiselle Rose muere. Ellos se van a marchar dos días después a Finlandia huyendo de la Revolución. Elena se ha hecho fuerte, muy fuerte. Todo, su familia, su vida, la guerra, la muerte, el horror, el odio, la soledad, todo ello le ha convertido en una mujer valiente: ¿acaso soy una niña pequeña? ¿Me asusta la muerte, la desgracia? ¿Me asusta la soledad? No. No pediré ayuda a nadie, y menos a ellos. No los necesito. ¡Soy más fuerte que los dos juntos! ¡No me verán llorar! ¡No son dignos de ayudarme! Nunca volveré a pronunciar su nombre… ¡No son dignos de oírlo! Sobrecogedor. Fuerte. Duro. Todo en este libro lo es.
Plazos
Disponéis de una semana larga para comentar esta primera parte. Mientras, seguiremos leyendo desde la Tercera parte, pág. 117, hasta el final de la novela. Espero que sean numerosos los comentarios. ¡Hay tanto que comentar! Los personajes, los temas fundamentales que toca, la situación histórica y social, el estilo, la verdad y el valor que contiene la prosa poderosa de Irène Némirovsky…
Etiquetas: desmoronamiento de una familia, El vino de la soledad, evolución psicológica, Irène Némirovsky, literatura francesa, primeros veinte años del siglo XX, relaciones madre-hija, soledad, venganza
Has dicho: