
The Pale Blue City. Melbourne. Foto en flickr de Hadi Zaher. Algunos derechos reservados.
La novela se abre con dos citas de dos escritoras, una hace alusión a la satisfacción que conlleva la generosidad cuando nos damos a los demás, cuando les ofrecemos todo lo que está en nuestras manos y la otra trata sobre las consecuencias de todo tipo que puede traer el más hondo sufrimiento. Ambos temas muy importantes en la novela y que se interrelacionan.
La habitación de invitados nos sumerge en el tema ya desde la primera línea. No se anda con rodeos. Desde el principio sabemos de la personalidad de Nicola mientras Helen se interroga sobre cómo preparar la habitación en la que se va a hospedar su amiga durante tres semanas. Nicola es una mujer adepta a las corrientes alternativas de la “new age”: budismo, yoga, meditación, tratamientos alternativos a la medicina tradicional, vegetarianismo… Parece que lleva años practicándolas probablemente desde su ya lejana juventud hippy, que ambas compartieron allá por los años sesenta. Pero mientras Helen ha abandonado esas costumbres y parece una mujer cabal, racional, Nicola sigue siendo una excéntrica hasta en su forma de vestir, dejada, casi con la ropa rota y ajada: una de las cosas que ella consideraba superfluas eran las zapatillas de andar por casa, además de las maletas, los sujetadores, los desodorantes y las planchas.
Nicola, sola y sin hijos, está muy enferma y ha vivido los últimos seis meses en casa de su sobrina Iris en Sidney. Ella y Helen, ambas con más de sesenta años, mantienen una amistad íntima desde hace quince años. Han vivido ya muchas cosas juntas y les une una gran complicidad. Helen vive sola en Melbourne pero su hija Eva y su familia son sus vecinos puerta con puerta. Mantiene una relación muy especial con su nieta Bessie de cinco años.
Helen prepara con esmero la habitación teniendo en cuenta todos sus gustos (coloca un espejo que a las pocas horas se romperá como un mal presagio), su actitud es generosa y aunque sabe todos los datos sobre la enfermedad de Nicola (inicialmente un tumor intestinal que posteriormente se ha extendido por los huesos y el hígado la han operado. Se ha sometido a radioterapia. La han desahuciado) hace meses que no la ve y no sabe cómo está exactamente en esos momentos. La noche antes de la llegada de Nicola, Helen cena su amigo el psiquiatra Leo. Le cuenta que su amiga ha reservado plaza para un tratamiento alternativo aquí en Melbourne, en un centro de la ciudad. Suero de peróxido, saunas de ozono, ventosas chinas, dosis altísimas de vitamina C… Todo eso es pura charlatanería le dice Leo. Helen también lo intuye. Nicola es supersticiosa y acude a su amiga porque dice que le salvó la vida al librarla, un tiempo antes, de un timador que le iba a estafar una gran cantidad de dinero. Pero ahora parece que también se va a ponerse en manos de otros timadores. Leo diagnostica una fase cuatro, la última, en su enfermedad y le dice que tal vez viene a ver a Helen para que sea ella la que le diga que se va a morir. Helen está angustiada y con esa angustia se va a buscar al día siguiente a su amiga al aeropuerto. Lo que se encuentra es mucho peor de lo que se esperaba. Nicola apenas puede andar, parece una anciana, no se puede mantener erguida, tiembla… pero una sonrisa inalterable no se borra de su cara. Esa sonrisa la mantendrá Nicola contra viento y marea, es su principal arma como si con ella quisiera demostrar al mundo que todo va bien y que se va a curar. La sonrisa aparece tantas veces en la novela que de alguna manera llegará a irritarnos porque detrás de ella se esconde el autoengaño en el que vive Nicola.
La narración contiene algunas descripciones, no demasiadas, algunas de ellas impregnadas de un sutil esperanza y serenidad: poco antes del amanecer, mientras permanecía insomne en mi cama, una extraña y mínima tormenta estalló justo encima de nosotras, descargó veinte gotas de lluvia y acto seguido se alejó. La calle estaba en silencio. El aire quedó limpio y fresco. Algún pájaro cruzó de puntillas el manto de hojas caídas delante de mi ventana abierta y se detuvo brevemente para tomar aliento y ahuecarse las plumas.
La preocupación y la desolación de Helen van en aumento a medida que va comprobando el mal estado de su amiga pero ante ello su dedicación y su cariño crecen: la tapé, la arropé bien, me tendí a sus espaldas y, encogida contra ella, la estreché entre mis brazos. Recorrían su cuerpo temblores como descargas eléctricas. Era imposible darle calor. Helen se interroga sobre la salud y la situación de su amiga: ¿Cuánto tiempo llevaba en tan mal estado? ¿Por qué no me había prevenido nadie? Pero ¿quién? Ella era una mujer libre, sin marido ni hijos. Nadie estaba a cargo de ella. Pero está Iris, su sobrina y su novio Gab con los que se va a mantener en contacto. ¿Desbordada? Eso me hirió en mi orgullo. Se suponía que yo era una mujer útil en los momentos de crisis. Y, en efecto, así es. Helen se crece ante la adversidad y se le da muy bien cuidar y mantener todo en orden (ésa era la parte que me gustaba, tareas claras de amor y orden que podía realizar con facilidad) pero no sabe que Nicola se lo va a poner muy difícil cuando vaya comprobando cómo se aferra a una falsa curación sin ser capar de ver lo que de timo hay en ella. Curación que irá irritando cada vez más a Helen (¿A qué venía toda esa rabia? Tenía que ser más amable con ella. La muerte era aterradora) que tendrá que mantener un difícil equilibrio entre ayudar a su amiga a la que adora y su oposición al tratamiento. También le irritará la ceguera de Nicola y su no aceptación del fin inevitable que se le avecina. ¿Por qué no aceptar que la muerte se acerca y prepararse para ello? Pero a la vez, piensa qué quién es ella para dar lecciones a una moribunda que hace lo que puede para aferrarse a la vida (Y si lo censuraba, ¿adónde acudiría Nicola? ¿Qué le quedaría por hacer? ¿Dejar de luchar y afrontar la muerte? ¿Quién era yo para dictarle lo que debía hacer?). Este malestar y sus contradicciones irán in crescendo y, de vez en cuando, Helen perderá los nervios ante la sonrisa permanente de Nicola y sus continuas palabras de autoengaño. Ésta está convencida de que al final de ese tratamiento de tres semanas el cáncer huirá despavorido.
Una vez empezado el tratamiento, Helen confirmará todas sus sospechas (su discurso causaba estupor. Mi mente iba a la deriva, buscando algo a lo que agarrarse / Me temblaban las piernas. Respiré hondo varias veces. ¿Qué estaba pasando allí?) y cada vez le costará más acompañarla y animarla. A la vez, Helen está muy preocupada por los dolores que sufre Nicola que van en aumento: no te preocupes. El dolor se debe a los tratamientos: así sé que están dando resultado. Es por la eliminación de toxinas. Pero Helen quiere que tome algún analgésico fuerte para que no sufra tanto y le cuesta convencerla: Por favor, querida – contestó, casi con hastío-. Esa gente trata el cáncer. El dolor se da por supuesto. No les interesa mi dolor. Al final conseguirá que tome morfina y el nuevo paso consistirá en convencerla de que admita la ayuda del servicio de cuidados paliativos a domicilio. Leo le dice a su amiga: te está sometiendo a una gran presión. Es perfectamente lícito que busques ayuda. Para Nicola admitir esa ayuda externa significa aceptar que el fin está cerca y no puede ni planteárselo. La verdad es que la actitud de Nicola, su ceguera ante su enfermedad y su egoísmo de enferma, nos irrita también a los lectores y es difícil, aunque intentemos comprenderla y ponernos en su lugar, impedir que a veces no nos caiga algo mal, así como también es inevitable que no nos pongamos en el lugar de Helen y la entendamos a ella y a su tremendo autocontrol para no estallar. ¿Qué opináis? Helen siente que finge y eso no le gusta. Son amigas íntimas, siempre han hablado de todo y ahora percibe que ambas están interpretando una pantomima: aquel nauseabundo aire de falsedad. Esta pantomima llega a su culmen en la visita que realizan a Peggy, una amiga de Helen, que las invita a tomar el té: todo un despliegue del autoengaño que vive la pobre Nicola que parece que se crece ante los demás como si tuviera que demostrar algo. A ello hay que unir la actitud condescendiente que adopta hacia mi pobre Hel.
De todas formas, hay también momentos de bienestar, cuando se calma el dolor, y pueden disfrutar de la lectura, de una película, de los recuerdos y de las risas. Helen admira a la Nicola que fue un día: su belleza, su elegancia, su despreocupación, su locura, su valentía, su independencia, su libertad. Ay, cómo me gustaba esa manera suya de hacerme reír. No conocía a nadie más amable, menos insidioso, a nadie que se diera menos ínfulas. No concebía el mundo sin Nicola.
Otra situación que aparece es cómo Helen siente que está perdiendo su vida: ¿Cómo me había metido en ese lío? La muerte estaba en mi casa. Sus reglas apartaban la vida nueva con una fuerza atroz. Anhelaba la compañía de los niños. Pero también se siente culpable por ello, se siente mala: todos los defectos y la maldad de mi persona llegarían para atormentarme.
La tensión y los nervios de Helen aumentan cada día más, las amigas discuten y la ira aparece en algún momento: Sentada en el umbral de la puerta de atrás, luché con el escepticismo más negro y más rabioso. No quería caer en la intolerancia. ¿Cómo podía distanciarme de eso? Necesitaba serle útil y a la vez distanciarme. Helen decide ver a su hermana Lucy, creyente y ex enfermera para que la oriente: de nuevo me invadía aquella inmensa debilidad. Caí en la cuenta de que había estado esperando un magnífico momento de iluminación, en el que Nicola bajaría su obsesiva guardia, miraría a su alrededor, respiraría hondo y diría: “De acuerdo, voy a morir. Me resigno. Ahora viviré con la verdad lo que me queda de vida. Pero, quizá, el caso de Nicola será seguir luchando hasta el último aliento.
Se desahoga con su hermana (Ay, el delirante alivio de la delación, de la deslealtad) y ésta le dice que quizá Nicola ha elegido venir a su casa porque confía en ella, porque quizá la ha elegido a Helen para que le diga que va a morir o tal vez, consciente o inconscientemente, ha ido a tu casa para morir. Y añade: estás luchando para conservar lo que hay de valioso en esa amistad. Pero no quieres enloquecer, ni perder el contacto con la realidad como le ha pasado a ella. Es una especie de locura. Y ocurre con mucha frecuencia. Helen, no muy religiosa, le pide que la bendiga. Comienza ya a estar desesperada.
Plazos
Es vuestro turno para comentar esta primera parte. Hay mucho de lo que hablar, muchos temas interesantes que debatir sobre la situación de estas dos amigas a las que la vida les está haciendo vivir un mal momento. Espero vuestros comentarios. A la vez, seguiremos leyendo desde la página 85 hasta el final de la novela. A ambas cosas les dedicaremos una semana. Venga, ¡ánimo y a escribir! No os olvidéis que no podemos comentar la segunda y última parte, sólo leerla. Ya habrá tiempo para ello en el siguiente post que publique en una semana.
Etiquetas: amistad, Australia, autoengaño, egoísmo, enfermedad, Helen Garner, La habitación de invitados, medicinas alternativas, muerte, sacrificio, sufrimiento
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